debilidad
POR
MARIANO CORDERA
“La
furia por curar lo incurable es destructiva; los griegos llamaban sabiduría al
sentido de los límites, de los límites propios. Conocer la diferencia entre lo
curable y lo incurable, lo exigible y lo que no es exigible, es un principio de
orden que nos permitiría vivir de otro modo”.
Juan
Bautista Ritvo
Admisión
Llegó con nominaciones centradas
sobre su cabeza. Hablaban las partes de una disputa, quizás económica. Qué
puede. Qué no. Un incendio. Se planteaban veredas opuestas sobre sus
posibilidades. Un hombre de cuarentitantos certificado, de discapacidad. Sufría
epilepsias desde niño. Cuando le apuntábamos y pretendíamos su decir sobre los
dichos que lo envolvían, alcanzamos a percibir que solía “quedarse pegado” al discurso
del otro. Corrimos al otro. Afuera. Y entonces comenzó a trastabillar. ¿Qué
digo sin el otro? Y en éste caso, un Otro invocado desde la debilidad para ser tanto
garantía de sujeto predicado como de saber hacer. ¿Un Otro deseado como
omnipotente?
Un dispositivo de
admisión en El Centro de Día nos funciona como una suerte de primera
fotografía. Al decir de Alejandro Dolina, fotografías que con el paso del
tiempo se transforman. Los fotografiados se mueven, por ejemplo y en éste caso,
ese abrazo y esa sonrisa de la prima ya no son tan cómodos: el abrazado intenta
soltarse. Y aquel almuerzo sonriente, cayó mal. Porque el hombre de
cuarentitantos somatizaba las tensiones y cortocircuitos discursivos con
problemas digestivos varios. Sebastián.
Un dispositivo de
admisión nos permite decir sí: trabajar con el otro, que el otro trabaje en
nosotros. Y que venga el movimiento de los fotografiados.
¿Qué
debilidad?
Entendemos que abordar
la debilidad mental no como un mero déficit certificado por test militares,
sino como la vacilación propia del sujeto para posicionarse y asentarse en un
discurso, nos lleva a contemplar la hipótesis lacaniana:
“Llamo debilidad
mental, al hecho de que un ser, un ser parlante, no esté sólidamente instalado
en un discurso. Es lo que hace el precio (lo valioso) del débil. No hay ninguna
otra definición que se le puede dar, sino de ser lo que se llama un poco
descarriado. Es decir que entre dos discursos, él flota. Para estar sólidamente
instalado como sujeto, es necesario atenerse a uno o bien saber lo que se hace.
(J.LACAN Clase 7, 15 de marzo de 1972. El Seminario 19, …Ou pire)”.
Leemos en “No todo es
amor, madre” de Jorge Jinkis un trabajo fuerte sobre tales postulados:
“(…) “debilidad”
designa la estructura de lo mental y no un rasgo que se puede predicar de
alguna estructura específica. (…) No toda añoranza del origen puede
interpretarse como hacerse uno bajo la envoltura tierna de la madre (Mannoni).
Precisamente la debilidad de la que hablamos es la de nuestro pensamiento, la que
no resigna el número dos para soñar con ese encuentro.”
Avanzará en su
argumentación de la mano del escritor de La Metamorfosis, revisitando las
interpretaciones de su Carta al padre:
“Kafka no vacila: un
deseo de debilidad, volver a sentirse débil, como si la invalidez acrecentara
la potencia materna que vivifica para reproducir entonces el convencimiento
feliz de aquel consuelo inigualable”.
Nos parece importante
llevar al diario del trabajo la afirmación y la inversión en clave de hipótesis
de trabajo. Hay debilidad mental, y se la desea. Un deseo de debilidad: empuje
de hacer aparecer a un Otro omnipotente, que sabe y hace.
Para pensar a la
debilidad entonces, pivotearemos entre tales hipótesis: el deseo de debilidad (búsqueda
del Otro omnipotente) y el flotar entre dos discursos por no estar sólidamente
instalado en uno. Pivotearemos allí como
un jugador de básquet que tiene uno de sus pies en el piso, para poder moverse
en varias direcciones. Pivotearemos, en definitiva, intentando no quedar en el
lugar del Pitufo Filósofo, aquel al que en la supuesta aldea socialista (Antoine
Buéno), se le suele dar una buena patada en el culo por solo repetir y
justificar todo lo que le dice el padre-teoría.
Nocturno
a mi barrio
dicen que me fuí
del barrio...
cuándo?
pero cuándo?
si siempre estoy
llegando,
y si una vez me
olvidé;
las estrellas de
la esquina de la casa de mi vieja,
titilando como
si fueran manos amigas, me decían
"nene
quedate aquí!, quedate aquí, quedate aquí...”
Sebastián siempre quiso
volver, porque nunca se fue. Quizás radique allí su resistencia, su lucha y precio.
Porque sostenía la incomodidad de no estar en casa. Vivía en una pensión en la
cual le costaba mucho pagar barato cuando en otro barrio, su barrio, estaba la
casa que había heredado de sus padres. Casa de su infancia. Que estaban
arreglando familiares para alquilar:
“La
casa era una mugre, nosotros la estamos arreglando para que la pueda alquilar.
Una vez vino Sebastián y se fue al contenedor que estaba afuera y de a poco
empezó a sacar algunas cositas. Es eso que está ahí. ¿Ven? Unos autitos de
madera y esas cositas”.
Click. Foto: sus
familiares. En diferentes entrevistas nos planteaban que el muchacho no cedía
el empuje de volver. Que no se conformaba con estar viviendo “sin problemas en
la pensión”. Controlado, cuidado. En ése momento, donde todavía había
irregularidades con sus crisis epilépticas por una no aceptación de tal padecimiento,
llevándolo a no tomar la medicación, pudimos ubicar una frase imperativa: no puede vivir solo. Trabajó en
nosotros esa frase. La hicimos nuestra teniendo en cuenta alarmas básicas que
en lo cotidiano no sonaban. Lo hablamos con él. Insistimos, ¿desde el lugar del
amo y el dominio? No fue sin una crisis importante y un golpe fuerte sobre el rostro
por una caída, que pudo verbalizar en diálogos posteriores: “si no tomo la
medicación me hago mierda”. Golpes que le permitieron avanzar en la consciencia
de su enfermedad. La medicación estabilizó las crisis epilépticas y ya hace
rato que no surge ese cortocircuito. Vinieron otros. A respondernos el imperativo
construido:
“Encontré
con quien irme. Y vuelvo a mi casa. Ya avisé que no la alquilen más. En la
pensión en la que estoy hay un compañero que está buscando un lugar. Le ofrecí
que se venga conmigo. Le voy a cobrar un alquiler.”
Es importante señalar,
en éste punto aquel “no puedo saber” que se le supone al sujeto en la
debilidad. Punto que no es muerto. Punto de marcha, en todo caso. Trabajable.
Analizable. Desde el cuestionamiento y la interrogación. Lo cierto es que su
resolución aparentaba ser saludable, pero nos quedaba resonando aquel “me hago
mierda” como suerte de empuje pulsional. De hacerse cagar. A Sebastián en mayor
o menor medida, le sacan ventaja. Lo cagan. Un par de meses después nos
encontramos que su compañero, sería uno más de esa lista. Otros que dominan y
aprovechan al débil. ¿Qué aprovechan del débil? Posible respuesta: su deseo de
debilidad. De hacer uno con un otro omnipotente. Amo. Retorna entonces el “no
puedo saber” como descarriamiento.
Fue así como Sebastián
ya no entraba en su propia casa. Quedaba afuera. Barriendo. Adentro una familia
que su compañero le metió. También bajo la promesa de alquileres (nunca
cobrados). Es notable las producciones gráficas-significantes del concurrente
en ese momento: la casa por un lado, afuera él. Sentado. En otra, coloca a ésta
familia en el lugar de su familia. Eran pronto seis personas. Siete Sebastián,
afuera. Barriendo.
En la institución
muchos coordinadores y profesionales se enojaron. Es paradójico el efecto:
“escúchame… hace lo que quiere. No nos escucha”. De pronto, desde el
descarriamiento, el débil domina. No estará de más entonces, revisar el
diccionario (RAE) sobre aquel significado que definitivamente está implicado en
las tensiones de una dirección clínica posible:
descarriar
(De des- y carro).
1. tr. Apartar a alguien del carril, echarlo
fuera de él.
2. tr. Apartar del rebaño cierto número de
reses. U. t. c. prnl.
3. prnl. Dicho de una
persona: Separarse, apartarse o perderse
de las demás con quienes iba en compañía o de las que la cuidaban y amparaban.
4. prnl. Apartarse de lo justo y razonable.
Click. Foto.
Impacto
y horizonte
No tardó mucho en
incorporarse al grupo de los que cuentan con mayor autonomía y despliegue
dentro del lenguaje. Se visitaron en horarios extra institucionales, planearon comidas
y hasta salidas a los bailes. Fue el concurrente que pasó a cortar el cabello
(algo que su madre hacía en él) en una de las oportunidades. Y desplegó todo un
saber de tangos y dibujos. Podríamos decir que a nivel institucional, de a poco
fue forjando un lazo de compromiso con pares. Nos fuimos enterando de cómo su
billetera se las arregla cada tanto para quedar vacía al caerse delante de un otro
que arremete. O que adoptó una mascota como forma de pago por alquileres
incumplidos de parte de aquella familia que finalmente se fue. Para que ingrese
otro. Un tío. Ahora sí, familiar. Tres entonces. Su compañero desde la pensión,
su tío… y Sebastián nuevamente adentro.
Un fin de semana,
cercano a las fiestas de fin de año, se descompensó en su casa por problemas
estomacales. Nos retornó aquel
imperativo construido: no puede vivir solo. Y fue el tío quien consiguió la
ambulancia para el suero y la internación. Pero el relato que le llegó al grupo
de concurrentes fue otro. Estuvo mediatizado por “su compañero”, quien de
pronto “lo había salvado y se había ocupado de todo, estando Sebastián con
riesgo de vida”. Otra foto. Otro movimiento. Sus compañeros del Centro de día,
de salidas, bizcochitos y mates, se angustiaron. Recurrieron al personal para
sobrellevar la situación y enterarse que no había sido así. Que incluso, no
hubo riesgo al poder ser atendido. Esto fue para ellos enterarse no sólo que
les mintieron, sino que a Sebastián lo joden. Le mienten. Lo manejan como los
manejaron a ellos en ésta situación. Fue un impacto, pero también el horizonte
de las palabras y los encuentros siguientes. Sus compañeros:
“Queremos
hablar, que Sebastián sepa… tiene que saber lo que pasó, cómo éste tipo miente
y lo jode. Nosotros nos quedamos muy mal. Nos preocupamos”.
Reunirnos para hablar
de diferentes temas siempre es un acierto para avanzar por más que la sensación
a veces sea la del retroceso. Dar la palabra. No porque alguien la tenga y sea
su dueño, sino para intentar producir saber ahí donde se decide no poder saber.
El encuentro nos
sorprendió, el diálogo emergente planteó un horizonte no pensado, el de la
soledad. Sebastián escuchó lo que le plantearon sus compañeros. Siempre asintió.
Y cuando lo cercamos a decir su pensamiento, sentó su argumento en plenas
navidades: “¿qué quieren que haga?, estoy solo”. Como si viniera a reformularnos
el dicho: “mejor mal acompañado, que solo”.
Sus compañeros
escucharon.
Nosotros también.
Para notar que
finalmente, en aquella foto familiar, varios fotografiados, ya no están.